viernes, 6 de junio de 2008

El Extranjero

Por Luis Miguel Villa Aguirre

Cuando pensó que ya había entendido todo, cerró el libro, se calzó las botas, caminó hacia la puerta, se puso el sombrero y antes de abrir la puerta, volteó a ver su sillón mullido, pensó para sí algo seguramente relacionado a la condena de Meursault y la culpa que no debía tener por no haber sufrido la muerte de su madre, no lo sabemos, pero su semblante desconcertado nos hizo pensar que no era el momento, que no debía salir así, que mejor debía descansar un poco, quizá un té o un trago de mezcal, pero como no podría nunca imaginar lo que ahora estamos leyendo, ni tomó mezcal ni pensó jamás en lo que podría ocurrirle si salía para encontrarse con que frente a su puerta, estaba el sobre que ya esperaba. Le causó tal impresión ver el membrete oficial que al agacharse para cogerlo sintió como si el mundo en su rodar hubiera tropezado y juntos cayeron, el planeta de nuevo a su órbita infinita, él de frente al piso concreto. Luego de un rato se levantó con un poco de sangre en la ceja izquierda, regresó al sillón ahora para leer aquella noticia. Se sumergió de nuevo hasta el fondo del sillón con todo el peso de su desaliento, como si el alma lo hubiera abandonado, después de un rato, tomó nuevamente el libro y cuando terminó de leer el último renglón respiró aliviado, por lo menos más tranquilo. Al día siguiente, por la noche, vestido de negro, bebía un trago mientras decidía si entrar o no a la funeraria donde yacía pálido el cuerpo del infeliz que se casó con su novia. De cualquier manera, de los ahí presentes, tal vez nadie se hubiera sorprendido si él no expulsa un mínimo suspiro por el que fue su padre.